«1968: El año que vivimos fantásticamente», por Marcelo Islas.

Si bien 1968 fue un año decisivo en la historia de la segunda mitad del siglo XX, tanto en aspectos sociales y culturales como económicos y políticos (el Mayo francés, la eclosión del movimiento hippie, Primavera de Praga, las revueltas estudiantiles en México, las manifestaciones contra la guerra de Vietnam) fue también el año que marcó un cambio profundo, a todos los niveles, en la concepción de los dos géneros que generalmente se asocian al cine fantástico: el cine de terror y el cine de ciencia ficción. Porque el año en cuestión significó algo más que estudiantes parisinos protestando por las calles, amor libre y Vietnam. Concretamente para el cine fantástico es este peculiar “año de las luces”, en el que aparte de absorber modas con todas las desvergüenzas del mundo, se asentaron los pilares, digamos “maduros”, del género. Aquellos que aún hoy no han conseguido ser descalificados por quienes arremeten contra la ciencia-ficción, el terror y la fantasía.

Ni el crítico más feroz pudo evadirse de la catarata de ideas, imágenes y logros varios que podían apreciarse en “2001: A Space Odyssey” (2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick), la nueva ciencia-ficción intelectual y de gran presupuesto. Maquetas espectaculares, trucajes novedosos y geniales movimientos de cámara -unidos a la fiebre espacial de la época-, al servicio de un discurso profundo, teológico, filosófico y todas las palabras que se les ocurran que rimen con las dos últimas. Ya es habitual decir que con el film de Kubrick se abre una era que lleva hasta Star Wars o Blade Runner.

También es importante para el género otra cinta excelente, “The Planet of the Apes” (El planeta de los simios), que esconde en sus imágenes, en su color, en su música -impensable en otra década-, en su guión con sorprendente vuelta de tuerca final y en la interrelación entre monos y hombres, algo del espíritu del ‘68. ¿Será que la dictadura desciende del mono?

 

Ese mismo espíritu sobrevuela en la oscura epopeya, casi documental, de una serie de personas -con un hombre de color como líder- refugiadas en una cabaña para hacer frente a “Night of the Living Dead” (La noche de los muertos vivientes, de George Romero). Blanco y negro, angustia vital. ¿Las personas, generaciones muertas, se alzan de las tumbas a devorar? ¿El progreso genera monstruos? El disparo final, la omnipresencia de mensajes televisivos y radiofónicos, la suciedad…, todo pone demasiadas dudas, las mismas de una década prodigiosa que sabía que llegaba a su cumbre-final.

Una cumbre significó “Yellow Submarine” (Submarino amarillo). En ella está todo lo bueno de este período. Por primera vez los dibujos animados fueron tratados como jóvenes adultos. Su estética (deudora de la publicidad y la psicodelia) es reconocible y creadora de moda e influencia. Los Beatles comenzaban a recorrer el camino largo y sinuoso que los llevaría a la separación, pero todavía podían prestarse a esta historia de paz, amor, buenos y malos, delirios LSD, luces y colores hipnóticos.

 

Se realista, existe lo imposible

Sólo hacía falta poner la televisión. Allí estaba Vietnam, la muerte en directo. Y los jóvenes norteamericanos despotricando contra el sacrosanto gobierno. Era el “boom” de los medios de comunicación. El nacimiento de la hoy famosa aldea global. En las pantallas esa sensación de lo real ya quedaba clara, como la peor de las pesadillas, en el film de George Romero. Pero no fue el único.

 

¿Qué mejor golpe a las mentes anonadadas que el ver a un ídolo joven, Tony Curtis, metido en la piel de un psicópata asesino? ¿Qué mejor que ver cómo un suceso de los periódicos se convertía en un documento fílmico frío y cruel sobre el alma y la psique humana? “The Boston Strangler” (El estrangulador de Boston, de Richard Fleischer) presentaba la sensación de que algo iba muy mal bajo la piel de lo cotidiano: un padre de familia podía llorar la muerte de un presidente y violar y asesinar a las mujeres de edad.

 

El psicópata no era todavía la estrella tonta con la que exorcizar miedos juveniles y llenar las arcas de las productoras, era esa realidad que ante las salas ocultaban con musicales y comedias en Technicolor. Psicópatas con alguna causa, como el héroe suelto de “Target”, la ilustración perfecta de cómo iba a evolucionar todo: la fantasía “blanca” de toda la vida (Boris Karloff) contra la brutalidad irracional e indiscriminada de un “serial killer” disparando en un autocine. Bonita metáfora, luego explotada hasta la saciedad, y último gran trabajo de Karloff quien dejará el cine ese mismo año y la vida terrena al siguiente.

 

Lo más inimaginable podía ser tangible. Con esa óptica, Roman Polanski narró la historia de una chica de los ‘60, elegida para dar a luz al Anticristo. Los vecinos pueden ser una secta, tu marido venderte a ella y al final aceptar aquel horror ante los especiales ojos de un niño del infierno. “Rosemary’s Baby” (El bebé de Rosemary). Ese era el miedo, porque eso podía pasar. Antes tal vez no, aquel año sí. De escalofrío…

 

Los debuts al poder

Dos directores se estrenaron en aquel 1968. Dos directores a quienes el fantástico debe mucho. Ellos también pueden pagar factura a sus influencias previas y al “revival sixties” de buena parte de los años ‘90. Comienzo por el que, seguro, muchos querrían lapidarme: Mel Brooks. ¿Qué se le debe a Brooks? Como productor algunas joyas y como director algunos despropósitos tan chabacanos como geniales de la historia. Su ópera prima, “The Producers” (Los productores), se acerca a la fantasía vía el delirio y el absurdo.

 

En Italia, Mario Bava seguía trabajando, y haciendo cosas excelentes además, cuando debutó un tal Darío Argento. “L’uccello dalle piume di cristillo” (El pájaro de las plumas de cristal) no dejaría de ser una continuación del film de Bava “Seis mujeres para el asesino”, si no fuera por un estilo visual rompedor de moldes. No solamente fue más allá de la estética narrativo-visual de los años ‘60: creó una nueva forma de darle bríos al thriller y hermanarlo con el ejercicio terrorífico-fantástico. Siempre se ha dicho de Argento el siguiente elogio: su cine puede o no gustar, puede tener o no argumentos creíbles o lógicos, pero es un cine que sólo tiene sentido viéndolo, es casi imposible contarlo a otra persona.

Dos pasos hacia adelante. Puede que en direcciones opuestas, pero no tan alejadas entre sí.

 

Un negocio bajo los ladrillos  

El sistema comienza a asimilar esas modas (que no eran “modas”, lástima terminar como tales) y el cine que se produce se ve inundado por minifaldas, pantalones de pata ancha, chalecos, flores, barbas, melenas, motos, música, dedos en gesto de paz, etc., etc. Se cayó en el ridículo la gran mayoría de las veces, como pasaba con ese súper héroe “pop” conocido como Mister Freedom, una subnormalidad francesa.

 

Los extraterrestres que empezaban a visitarnos eran más modernos que los terráqueos y se dedicaban a desfilar por Carnaby Street y clubs “in” de la época. “Candy”, con Ewa Aulin dando vida al ingenuo bomboncito del espacio exterior, es el ejemplo más recordado (y ya olvidado) al respecto. Muy parecida en iconografía sexo-onanista a la “Barbarella” de Jane Fonda y del oportunista Roger Vadim. Si lo que se vendía era esa imagen, sin importar los contenidos, todo era posible.

 

Las viejas maneras de hacer cine bebieron de esa fuente de color, música y aliento “pop”. Vean lo que por entonces hacía la Hammer: esculturales chicas en ropa interior en “Prehistoric Women” (Mujeres prehistóricas, de Michael Carreras, con Martine Beswick y su cara de vicio) o en “The Vengeance of She” (La venganza de la diosa de fuego, de Cliff Owen). Su competidor de la época, el sello Tigon, daba trabajo a Christopher Lee en tonterías como “Curse of the Crimson Altar” (La maldición del altar rojo, de Vernon Sewell), un filme que no salvó ni la presencia de Bárbara Steele.

 

George Pal seguía trabajando, y con “The Power” (El poder), de Byron Haskin, se adelantó varios años a “Scanners” o “La furia” mezclando a varios jovencitos con telepatías y telekinesis varias. Mientras tanto, Inoshiro Honda rehacía su primera incursión en Godzilla con un comic-cinematográfico psicodélico llamado “Invasión extraterrestre”, los niños argentinos devorabamos por televisión las aventuras de Ultramán y la fiebre de los superagentes (con James Bond como punto generador) amenazaba con invadir los cines de todo el mundo.

 

Y así se fue yendo el ‘68. Barricadas, violencia, amor libre y sueños rotos. Dicen que todo pasó. Llegó Charles Manson para demostrar una vez más que la realidad puede superar a la ficción. Las drogas se subieron demasiado a la cabeza de unos cuantos. Robert Quarry era el vampiro líder de una secta de autistas. Y la burbuja caleidoscópica explotó.

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Redacción RN

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